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En busca del sentido


Según predicaba el positivismo de finales del XIX, la realidad solo está hecha de datos empíricos mensurables cuantitativamente por la ciencia; tal afirmación comportaba el corolario de que cuanto más progresa esta última, tanto más el mundo irá perdiendo el sentido de “lo misterioso”, sea metafísico o religioso, que “solo será fruto de la ignorancia”.
 
Por otra parte, como bien es sabido, el nihilismo del siglo XX nació como reacción contra tales pretensiones. No conviene olvidar la postura claramente beligerante de Nietzsche que proclamaba que “no existen hechos, solo interpretaciones”.
 
Viene esto a cuento para explicar someramente por qué el nihilismo tecno-científico contemporáneo se asimila a un proceso de “construcción” de la realidad, donde la medida y el cálculo no se limitan a aplicarse a los datos “reales”, sino que los determinan y en cierto modo los “crean” y reproducen.
 
Pero, sin embargo, sin un significado, la vida resulta insoportable y es imposible vivirla, como explicó Viktor Frankl, superviviente del terrible genocidio nazi, en páginas memorables que la experiencia nos demuestra cada día. En casos semejantes, las personas activamos dispositivos de seguridad, y la cuestión del sentido vital se desplaza del ámbito del conocimiento al del sentimiento.
 

La unidad de la persona exige un componente afectivo y un juicio del conocimiento al enfrentarse a la realidad, aunque tal apertura afectiva vaya más allá del puro sentimentalismo y el conocimiento rebase los datos puramente técnicos.
 
Para mentalidades tecnificadas en exceso, tal afirmación puede resultar chocante y aun rechazable. El problema de la reducción a mero sentimiento conduce a la separación del juicio de la razón, bloqueándolo como un factor puramente subjetivo con lo que se aboca a mecanismos de acción-reacción instintiva.

 
Para poder conocer la realidad de las cosas, hay también que amarlas. Hasta cuando utilizamos nuestra inteligencia como mero procedimiento de cálculo, se necesita una cierta mirada afectiva. Es preciso entender esta dimensión afectiva no como un añadido “sentimental” o como una emoción subjetiva respecto a la fría constatación de los datos objetivos de la realidad.
 
Por el contrario, esa mirada afectiva constituye la motivación básica de cualquier acto cognoscitivo humano completo que busque el sentido de las cosas y, como tal, podemos describirlo como una especial “atracción” que la realidad ejerce siempre sobre nuestro yo empujándolo hacia su descubrimiento. Tal proceso complejo no es automático, pues está relacionado con nuestra libertad. El punto crítico se asienta en el dilema de si aceptamos o declinamos esta invitación de la realidad y, por tanto, si seguimos o rechazamos este rasgo afectivo original del ser.
El escritor  estadounidense David Foster Wallace (1962-2008), en su discurso pronunciado en la ceremonia de graduación del Kenyon College (Ohio), en 2005, destaca el hecho de que sin el sentido último de la realidad no se puede vivir; más aún, que la vida es esa misma “posibilidad” de un significado más grande que uno mismo. Por su interés y claridad, no me resisto a resumir una de sus didácticas historias.

 
Cierto tipo, cuando vuelve a casa cansado y estresado tras su larga jornada laboral, se acuerda de que no tiene nada en el frigorífico. Por consiguiente, no tiene otro remedio que dirigirse hacia un supermercado para hacer la compra y proveerse de lo imprescindible. Una vez allí, se topa con todos los demás tipos que tienen el mismo “destino” insoportable: sometidos a idéntico estrés de un tráfico congestionado, a una música estridente para acelerar sus compras, a las colas interminables para pagar,…
 
“La reacción más fácil, lo que la mayoría hacemos o hemos hecho, porque estamos programados para ello, es amargarnos durante todo el tiempo que dura esta experiencia, culpar y odiar a los otros porque yo soy el centro del universo y sólo mi cansancio y frustración son relevantes”.
 
Pero en medio de toda esta fatigosa situación siempre existe la posibilidad –y por tanto  libertad– de contemplar la realidad desde otro ángulo, con una mirada abierta a una valoración afectiva del “trabajo de escoger”. “Se puede elegir pensar que el resto de personas también está pasando un mal rato, tanto o peor que nosotros y que sus vidas pueden ser más dolorosas que las nuestras, no para alegrarnos de la desgracia ajena, sino para entender que lo que creemos es el fin del universo, ese universo en el que nosotros somos el centro, no está ni cerca de serlo”. Es decir, reconocer que en el mundo hay algo digno de ser amado, que existe un sentido más grande que los propios automatismos.
 
Situado en esta posición, podría elegir “considerar que muy probablemente las demás personas haciendo fila en el supermercado están tan aburridas y frustradas como yo y que en general algunos de ellos tal vez tengan vidas mucho más difíciles, tediosas o dolorosas que la mía”. Por ejemplo, podría “decidir ver diferente a la señora gorda con mal de ojo y demasiado maquillaje que acaba de gritarle a su hijo en la fila para pagar. Tal vez ella no siempre es así; tal vez lleva tres noches seguidas sosteniendo la mano de su marido que está muriendo de cáncer, o tal vez esta misma señora es la empleada mal-pagada de oficina que, justo ayer, te ayudó a resolver un engorroso trámite ejerciendo un pequeño acto de bondad burocrática”.

 
Nuestro tipo podrá pararse a pensar que “tiene más opciones”, y esta posibilidad –inédita hasta entonces para él- que se le ofrece a su libre elección es la posibilidad de contemplar el mundo con una mirada nueva de afecto. “Estará en sus manos hacer de una situación lenta, infernal y estresante no solo una experiencia significativa, sino algo sagrado, un fuego con la misma fuerza que enciende las estrellas; compasión, amor, la sub superficie de todas las cosas”. No se trata de imaginar otro mundo fuera de la realidad para sublimar el dolor y el fastidio del vivir. Más bien, “la única Verdad que lleva mayúsculas aquí es que ustedes tienen la capacidad de decidir cómo quieren ver las cosas. (…) Porque si ustedes no pueden o no quieren ejercer este tipo de decisiones en su vida adulta, estarán totalmente derrotados. (…) Si adoras el poder te sentirás débil y con miedo, y necesitarás más poder sobre otros para anestesiar el miedo. Si adoras tu intelecto, o ser considerado inteligente, terminarás sintiéndote estúpido, un fraude siempre a punto de ser descubierto. Y así sucesivamente. Miren, la cosa más insidiosa de estas formas de adoración no es que sean malignas o llenas de pecado; es que son inconscientes.
 
Una última pregunta central en el mundo de la toma de decisiones: ¿En virtud de qué podemos decidir?  ¿Cómo logramos distanciarnos de nuestros pensamientos egocéntricos y logramos ser lo bastante conscientes y estar lo bastante despiertos como para elegir a qué prestar atención y cómo construir el sentido a partir de la experiencia? La libertad implica atención, consciencia, disciplina, esfuerzo, y ser capaces de preocuparse por los demás y aun sacrificarse por ellos. La otra opción es la inconsciencia, la configuración predeterminada, la sensación de haber tenido y perdido algo infinito; sin olvidar que todo el riesgo de aceptar o rechazar la invitación de ver y de querer el bien de uno mismo y también el de los demás, se deja a nuestra libertad.